Distante

“Todo lo que escribo es biográfico. Como soy un hombre tímido digo todo indirectamente. No he creado personajes ni situaciones. Todo eso me ha ocurrido un poco menos enfático, menos dramático, pero me ha ocurrido. En cierto modo, todo lo que yo escribo es confesional”. - Jorge Luis Borges -.

L.A. repetía noche tras noche el mismo itinerario, recorrer el centro de Lima, con paso indeciso, un poco encorvado ya, aunque sólo tuviera veinticinco años. Pero la soledad había representado para él un otoño prematuro y duro. Su cabello era aún negro y abundante. Los ojos apagados miraban muy lejos, más allá de la vida misma. Sus ojeras eran señal de las eternas madrugadas rumiando recuerdos. Su hablar era sosegado, sus palabras llenas de lecturas nocturnas y su alma triste y melancólica.


¡Y cuán triste se volvía también Lima, aquellas noches de llovizna y frío!. Esa tristeza fue la que le hizo rentar una pequeña habitación en la ciudad, paseaba por ahí con compañeros y una linda muchachita de la mano; viviendo según su fantasía, una experiencia cosmopolita, en aquella Lima que por altas horas de la noche se convertía en Sodoma y Gomorra. Pero más tarde, cuando todos se marcharon y se quedó solo, recordaba momentos lejanos y tuvo la instantánea intuición de que a partir de ese momento allí debía fijar su cobijo.

Siempre que se encontraba echado en su cama establecía una misteriosa ecuación: a toda su soledad le correspondía una ciudad cada vez más solitaria. Su mala fortuna merecía ese marco sórdido. Afuera, el mundo podía agitarse, susurrar, danzar entes en miles de fiestas, tejerse mil rumores, Joseph – uno de los pocos amigos que todavía le quedaban – podía follar las mujeres que quisiera. Él necesitaba el silencio infinito y una existencia tan monótona que ya casi no le recordara que estaba vivo.

Ante un dolor físico. ¿Por qué hay que callar? ¿Por qué los ruidos, por qué las voces parecen agravar los dolores y profundizar las heridas?. El ruido también lastima a quienes sufren penas morales. Esa teoría lo había descubierto al frecuentar a Erika, putilla que habitaba su submundo. Un submundo caótico y de atmósfera gris llena de aguas corriendo por las calles inanimadas. Erika había ayudado a L.A. ha sentir menos el sufrimiento de su corazón y recordar con más dulzura aquellos días de gloria. Y si podía evocarla mejor, oírla mejor, reconociendo en cada luna llena el rostro de Marieu y escuchando su voz en la frágil y lejana canción de aquellos pajarillos que anidan los árboles de la Plaza San Martín.

También la ciudad, en tiempos pasados, amada y bella, encarnaba de igual modo sus pesares: Lima era una ciudad muerta, transitada sólo por uniformados. Las putas de las esquinas, los vendedores ambulantes, los grill de Cailloma, las subespecies transitando y durmiendo en las calles, todo, todo ya no existía. Lima era sólo un eco del pasado. Todo se fundía en un mismo destino, era Lima la muerta y su soledad latente.

Aquella noche, más que otras veces, mientras caminaba al azar, le invadió un sombrío recuerdo, que emergía de la fuente y del chorro de agua de la Plaza. Una impresión de sosiego y furia trascendía de los edificios cercanos y vacíos, de los cristales se reflejaban ojos y risas. L.A. atravesó la Plaza aprisa y se dirigió por la avenida Colmena hasta la esquina de Erika. Por todos lados sentía la fría llovizna sobre la cabeza, el murmullo de los parroquianos le hacían saber que estaba en algún lugar, que no podía distinguir bien.

En aquella soledad de esa noche otoñal en que el viento barre las hojas, sintió más que nunca la impaciencia de un buen trago, sintió más que nunca la necesidad de una compañía, parecía como si de todos lados, una sombra se proyectase y le persiguiese, y que de los viejos muros una voz susurrante emergía y llegaba hasta él sin que nadie más las escuchase. No era la primera vez que experimentaba esa sensación, era algo que le perseguía desde el estado fetal.

Abrumado y sin brújula siguió caminando, entró a una escondida discoteca donde seres extraños y ambiguos danzaban frenéticamente, pidió una cerveza fría en la barra y al poco rato una chica se le acercó. Estuvieron besándose y tocándose sin pudor, pero cuando él le dijo para ir al baño ella se apartó medio enojada y le dijo muy suelta “soy lesbiana” ¡Ah, cómo había adorado a Marieu! ¡Todavía seguía sintiendo sus ojos fijos en él! ¡Y su voz, que no dejaba de perseguirlo, se perdía en el fondo del lejano horizonte!. ¿Qué poder poseía aquella mujer que de tal manera se había enseñoreado de su espíritu y lo había desprendido del mundo desde que se marchó?. “Existen amores semejantes a los frutos del Mar Muerto que, al comerlos, dejan en la boca un sabor imperecedero de ceniza”, lo había leído en algún lado y en ese momento lo evocaba resignado.

Y así vivió; hasta rezó, encontrando un consuelo en imaginársela dormida, como alguna vez lo hizo en sus brazos. L.A. salió de la discoteca más triste que nunca y tomó rumbo a casa. Buscó en su memoria la imagen de Marieu, la imagen que nuestra memoria conserva por un breve lapso, pero que se desdibuja poco a poco hasta esfumarse o mejor dicho, hasta esconderse en un rincón que el tiempo nos hace olvidar o se esfuma, como un lienzo que, sin vidrio y expuesto a la intemperie, pierde sus colores.

De pronto, mientras trataba de reconstruir, con el espíritu fijo y tenso y como hurgando dentro de sí mismo, los amados rasgos, ya medio desvanecidos, L.A. que apenas se fijaba en la gente que pasaba, experimentó una súbita emoción al ver a una joven que se dirigía hacia él. Al principio no la había advertido, cuando apareció al extremo de la calle, sino hasta que la tuvo cerca.
Al verla se detuvo, como paralizado; la joven, que iba en dirección opuesta, pasó junto a él. Se produjo un estremecimiento por todo su cuerpo y un frío helado corrió por sus venas. L.A. se sintió tambalear por un instante, se llevó la mano derecha a los ojos, como para despertar de una pesadilla que nos atrapa, luego tras un momento de quietud y vacilación, viendo a la desconocida alejarse con paso lento, dio marcha atrás y volvió sobre sus pasos ya recorridos, se propuso seguirla, anduvo de prisa para alcanzarla, corriendo de una acera a otra para darle alcance, cuando la tenía cerca la miraba con una insistencia que hubiera calificado de impropio. La joven seguía su andar sin mirar, impasible. L.A. parecía cada vez más extraño y confuso, hacía ya algunos minutos que la seguía, de calle en calle, a veces acercándose a ella como decidido a abordarla, luego, cuando se encontraba demasiado cerca, se alejaba con aire de espanto. Parecía atraído y asustado a la vez, como si tratara de reconocer un rostro en las lóbregas imágenes de su pasado.


Pues sí, esta vez la había reconocido perfectamente, con todas las características, Esa tez aterciopelada, esos ojos y esa mirada de niña desamparada, esos labios rojos en un fondo albugíneo, eran los mismos. Y mientras caminaba tras ella, vio que los cabellos que caían sobre sus hombros eran ondulados, castaños y de un brillo idéntico al de Marieu. ¿Acaso su razón flaqueaba en aquel momento? ¿O a fuerza de ser un hipocondríaco depresivo y de mirar tanto la foto de ella, su retina identificaba con ella a las mujeres que encontraba a su paso? Esta dualidad martillaba insistentemente su cabeza.

Mientras recordaba a Marieu en esa mujer surgida bruscamente de la nada, pensaba que el rostro era demasiado exacto y demasiado gemelo. ¿Qué misterio encerraba aquella aparición? Prodigio poco menos que escalofriante de una semejanza que llegaba hasta la identidad. Y todo: su andar, su talle, el ritmo de su cuerpo, la expresión de sus rasgos, la ilusión interior de la mirada, que ya no sólo representaba las líneas y el color, sino la espiritualidad del ser y el movimiento del alma, todo aquello los dioses le devolvían.

Cuál sonámbulo L.A. no dejaba de seguirla, como un autómata, sin saber porqué y para qué, sin poder reflexionar – como siempre solía hacerlo -. El laberinto cretense que suele ser Lima en algunos lugares, las calles brumosas y el pandemónium desatado en su mente, hicieron que la perdiera de vista, de repente, al llegar a un cruce, en el que se confundían varias calles, había desaparecido, sin que supiera por cuál de aquellas tortuosas calles buscarla.

Se detuvo, mirando a lo lejos, escudriñando el vacío de la noche, con lágrimas que le reclamaban ver la ciudad. ¡Ah, cuánto se parecía aquella desconocida a Marieu! – pensó - . Caminó por más de una hora buscándola, en vano y sin poder explicarse como había desaparecido en esas calles que él conocía tan bien. Ya en su oscura, fría y silenciosa habitación, se miró en el espejo, hacía tres semanas que no se miraba en aquel empañado y polvoriento espejo, y se dijo amargo y resignado: “Mierda, qué rápido me crece la vida”.

L.A.

4 comentarios:

Alicia dijo...

Tus relatos siempre me hacen sentir un cierto grado de costernación, supongo que se debe a que me siento identificada con el personaje, puedo mirar através de sus ojos, puedo sentir los murmullos de los alrededores, puedo sentir el calor de una brizna de sol, el frío de la noche, el aire meciendo mis cabellos, puedo sentir su pesar sus lagrimas deslizandose por su rostro, su amargura, su soledad, incluso veo mi reflejo en el polvoriento espejo.
Reiteradamente he hecho eco de tu forma de describir cada detalle, algo que admiro pues yo soy incapaz.
Si sigues publicando relatos, quizás y solo quizás tenga el valor o la osadía de hacerte una sola pregunta, algo que me intriga desde hace tiempo sobre tu forma de escribir.
Gracias
Tu fan número 2

Anónimo dijo...

¿Una sola pregunta? ¿no será demasiado?
L.A.

Alicia dijo...

En realidad ahora mismo solo tengo media, así que necesito leer más para que se transforme en una.
Una sola pregunta sobre algo que tu sabes muy bien y yo no.
Será demasiado?

Anónimo dijo...

Bueno Alicia, entonces que esa media pregunta se vaya tornando en una pregunta aunque yo ya tenga más de 10 intrigas, hasta el próximo texto que me imagino será dentro de una semana apróximadamente. Gracias.

L.A.